¿Crisis de autoridad en las aulas?

AUTORA: Eugenia Jiménez Gallego (copyleft)

Sólo el hecho de plantearlo como una pregunta puede resultar indignante para el profesorado -y muchos de los padres- de este país, y probablemente, del resto de países occidentales. De hecho, el estudio internacional PISA 2003, en el que se comparan los sistemas educativos de los países desarrollados, aparecen los problemas de disciplina como una de las tres variables que más influyen en el rendimiento escolar. Porque mucho tiempo y energía que se podría dedicar a aprender se dedica a establecer un orden.

Pero la cuestión es que, si bien para desahogarnos públicamente de la frustración acumulada es suficiente nombrar así el problema y reclamar sin más que la administración educativa “restaure la autoridad de los docentes”, la verdad es que para conseguir que realmente mejore la situación es necesario realizar un análisis mucho más profundo.

En primer lugar ¿qué tipo de autoridad queremos restaurar?

Si escuchamos los comentarios de los docentes, aquélla que consiga que sus directrices sean acatadas con normalidad, sin tener que sentirse continuamente retados. Y también, la que inspire un trato deferente, aunque no por ello distante. Es decir, que no pretenden que los alumnos se levanten cuando ellos entran, pero sí que los estudiantes se sienten, preparen sus materiales y guarden silencio cuando los ven llegar, y que se mantengan atentos. Y, cuando alguno no lo consiga, al menos que simule que lo está. Piden que los alumnos no deterioren el mobiliario escolar, ni agredan verbal ni físicamente, especialmente a los adultos. Y que si incumplen alguna de estas reglas, incluida la de permanecer en silencio, asuman los castigos que se les imponen -aunque, como es inevitable, sientan con frecuencia que la sanción es en parte injusta – sin que ellos y sus padres se enfrenten, indignados, al equipo directivo. Finalmente, quieren que, aunque no les vuelvan a llamar de usted, los alumnos no se dirijan a ellos con el mismo lenguaje que emplean con sus iguales, ni pretendan tener derecho a tratarles exactamente de la misma forma que son tratados (“si siento que un profesor me ha insultado, yo desde luego lo insulto a mi vez”).

El problema no es que estas peticiones no puedan resultar razonables, sino que pretendemos que esto ocurra de manera automática, porque “así debería ser”, sin tener en cuenta los cambios culturales recientes, y sin adaptar nuestras medidas a la realidad actual.

En cuanto a los cambios culturales, lo primero es darnos cuenta de que no estamos ante una crisis que se dé especialmente en la escuela, sino generalizada a todos los espacios donde existan figuras de autoridad. Y es precisamente por ello que el título de este artículo aparece entre interrogantes. De hecho, si intentamos ser objetivos admitiremos que correcciones que aún -más o menos a regañadientes- admiten nuestros alumnos de sus profesores, no las admitirían en ningún caso de otro adulto en la vía pública.

La cuestión es que, en el mundo occidental actual, las tradicionales figuras de autoridad no reciben ya un respeto incondicional. Ni los docentes, ni los padres. Pero tampoco otras autoridades tradicionales: policiales, religiosas, militares, médicas, políticas… Por cierto, los mismos adultos que nos quejamos de falta de respeto, somos los que, sin ningún pudor, cuestionamos a nuestras propias autoridades delante de nuestros jóvenes, incumpliendo sus indicaciones cuando lo juzgamos conveniente y podemos hacerlo. Sólo acatamos las decisiones de los que tienen poder sancionador sobre nosotros – y aún así ello no excluye quejas y reclamaciones-, o /y han ganado nuestro respeto por sus acciones. Igual que lo hacen muchos de los chicos.

Es más, en los años 80, muchos profesores de instituto, jóvenes, progresistas, y animados por el espíritu de la transición, fueron los que insistieron en derribar dos clásicos símbolos de autoridad: las tarimas y el tratamiento de “usted”, para terminar saliendo “de marcha” con sus alumnos. Dos elementos que por cierto, en algunos centros se están planteando restaurar. El primero por su carácter práctico y el segundo para ayudar a los jóvenes de hoy a diferenciar los papeles de cada cual. Sin embargo, todavía determinados docentes se resisten a utilizar sanciones para hacer cumplir las normas. “No somos policías” -se quejan-.

El mencionado fenómeno de crecernos ante la autoridad se produce en todas las clases sociales, pero quizá es más evidente en la trabajadora. Los pertenecientes a lo que se solía llamar clases “humildes” no se consideran tales en absoluto, y reaccionan en ocasiones desde el sentimiento de autodefensa ante las vejaciones sufridas años atrás. Más en concreto, muchos padres de bajo nivel sociocultural, antiguos fracasados escolares de la EGB, que no olvidan humillaciones públicas y castigos físicos sufridos, parecen atacar al profesorado casi tanto desde ese recuerdo como desde sus desacuerdos actuales.

Sin olvidar que, en cualquier caso, sigue existiendo un gran choque cultural en cuanto a cuáles son las reglas de convivencia, los valores y el comportamiento a seguir ante las autoridades, no ya con inmigrantes, sino también entre clases sociales. Muchas normas evidentes para un profesorado de clase media-alta no lo son en absoluto para familias de otros contextos, e incluso pueden ser contradictorias. Por ejemplo, la violencia física en respuesta a una agresión verbal es enseñada explícitamente en algunas familias. Mientras que en las zonas regidas por el tráfico de drogas o simplemente la economía sumergida, los estudios no tienen valor social. E incluso sin referirnos a esos extremos, está claro que las expectativas de las familias y las experiencias educativas caseras que les pueden proporcionan son netamente diferentes. En el mencionado estudio PISA 2003 se demuestra que los centros con mayores problemas de disciplina son los que reciben población de entornos socioeconómicos más desfavorecidos.

Pero es que, además, los adolescentes reciben una presión adicional: adultos que trabajan en los medios de comunicación les transmiten continuamente no el valor de la obediencia, sino el de la rebeldía; no el del esfuerzo, sino el del placer inmediato y el éxito entendido como ser famoso a base de provocar escándalo; no el del diálogo sosegado sino el de la desvalorización del contrario sin respeto al turno de palabra; no la veneración por la madurez y la sabiduría, sino por el riesgo, las decisiones impulsivas, la apariencia y la cultura juvenil. Y todo ello aderezado con atractivas imágenes en color, música moderna y actores de moda.

Para completar esta composición de lugar, recordemos que no sólo no ven a su alrededor que el respeto incondicional a la autoridad sea algo deseable, sino que además ellos no lo han experimentado en casa. Es cierto que gran parte de los padres de los adolescentes actuales rechazan cualquier tipo de disciplina como medio para educarles, por una parte también imbuidos del espíritu antidictatorial de la transición, y por otra de teorías psicológicas de moda pero en gran parte ya desfasadas. Los planteamientos psicoanalíticos sobre el trauma infantil que se llevaron al extremo en los años 60 y 70 siguen guiando la educación de muchos, sin tener en cuenta que estudios más actuales demuestran que las estrategias de educación familiar con mejores resultados son las que combinan afecto y comunicación por una parte, con firmeza en la exigencia del cumplimiento de las reglas por otra. Todavía encontramos muchos padres cuyo mayor deseo es convertirse en amigos de sus hijos, los cuales terminan disponiendo de muchos amigos, pero resultan técnicamente huérfanos, sin límites.

Es más, incluso las familias que consideran que disciplinar a sus hijos es parte de su labor, se encuentran sin herramientas para hacerlo. La sociedad proscribe el castigo físico y la agresión verbal, que son las medidas educativas que conoció la generación anterior, pero no les ha enseñado alternativas. De hecho, tanto los padres como los profesores de series y telenovelas -posibles modelos mediáticos- parecen encontrarse tan desorientados como los de carne y hueso.

La convicción que muchos albergan es que todo puede solucionarse a base únicamente de hablar con los chicos, y se frustran cuando comprueban que no es suficiente. Entonces parece que sólo les resta, si son padres, recurrir a los psicólogos, y si son profesores, al jefe de estudios, lo que con frecuencia les resta más autoridad aún.

Por tanto, cuando los profesores exigimos a la administración que restaure nuestra autoridad ¿qué le pedimos exactamente que haga?. No parece posible recuperar por decreto el respeto incondicional y la obediencia que en décadas anteriores recibíamos sólo por el hecho de serlo, puesto que se trata de una cuestión cultural. Sobre todo, porque no estamos dispuestos a restaurar el castigo físico o la expulsión definitiva de los centros.

Pero tampoco ayudará a restaurarla el simple hecho de crear la famosa asignatura de “Educación para la convivencia”, como si no estuviese claro que lo que les falta a los adolescentes no es charlas sobre el tema, o como si tener que examinarse de lo que significa respetar al profesor facilitara su cumplimiento. Muy cuidada tendría que estar la metodología con la que la impartieran para que tuviera un mínimo impacto, pero además con el inconveniente de que si supone un incremento del número de profesores diferentes que le da clase a un grupo anualmente, sólo con ello ya está empeorando el clima de aprendizaje.

De forma que quizá el camino más sensato pare mejorar la situación sea investigar qué estrategias han puesto en práctica los centros en general y los profesores en particular que han conseguido recuperar una autoridad no absoluta, pero sí suficiente.

En este sentido, sí que parece haber un cierto apoyo desde la administración a las escuelas que han desarrollado programas con este objetivo: participación de alumnos y padres en la elaboración del reglamento del centro, mediación entre alumnos en caso de conflictos…

Sin embargo, también tenemos experiencias que demuestran que mejora la convivencia cuando los programas se adaptan a las necesidades de los alumnos, y ya en la Secundaria, también a sus intereses. Sin embargo, el proyecto de Ley Orgánica de Educación (L.O.E.) que actualmente se debate a nivel político sigue sin reconocer que no todos los problemas se deben a dificultades de aprendizaje. Es cierto que ya el anterior estudio PISA 2000 demostró que la educación separada de alumnos desde los 10-12 años no era, como muchos creen, la mejor opción para elevar el nivel de la población general. Hasta el punto de que países defensores de ese sistema, como Alemania, se encuentran actualmente inmersos en una crisis educativa y en proceso de reforma a raíz de la publicación de esos resultados. Pero también es cierto que, incluso César Coll y Álvaro Marchesi, catedráticos de Psicología y autores intelectuales de la LOGSE, han reconocido públicamente que esa ley, en el otro extremo, resultaba demasiado exigente en su comprensividad. No defienden por ello itinerarios separados, sino revisión de la relevancia de los contenidos a enseñar, evitar los macrocentros, más apoyos y recursos humanos… pero también incluir en el segundo ciclo de la ESO programas pensados para alumnos con rechazo a lo escolar. No sólo no recoge la nueva LOE nada de esto, sino que incluso retrasa hasta los 18 años la edad para presentarse a pruebas libres de acceso a estudios de formación profesional.

Podríamos pensar que muchos políticos de este país, tanto de una tendencia como de otra, cuando elaboran sus leyes sólo parecen receptivos a los datos que confirman sus expectativas.

En cuanto a la autoridad del profesor en su aula, podemos observar que la mayoría de los que tienen menos problemas de disciplina son los que han optado por dedicar tiempo y paciencia a ganarse esa autoridad. Por una parte, suelen ser docentes que dominan su materia y saben transmitirla. Pero, tembién, que imponen pocas normas pero las explican desde principio de curso; que no dan confianza al principio sino progresivamente y que reprenden en privado más que en público. También utilizan sanciones que no les gustan a los chicos pero que pueden entender como consecuencia natural de sus comportamientos (quedarse más tiempo en clase, tarea adicional para casa, salir del aula a reflexionar o con tarea extra, reparar lo roto…). A ello unen que demuestran su interés y afecto por los alumnos y se esfuerzan en que todos puedan progresar. Y, sobre todo, jamás “entran al trapo” de los adolescentes que les provocan: hacen acopio de toda su paciencia para responder con firmeza pero con calma, e incluso con salidas creativas que consiguen descolocar a los adolescentes. En resumen, que no se lo toman como una afrenta personal, sino como una cuestión inevitable que están dispuestos a resolver.

En cuanto a los enfrentamientos con los padres, parece que los profesores de Primaria, en permanente contacto con las familias y predispuestos a acordar estrategias educativas comunes en lugar de a culpabilizarlas por la conducta de sus hijos, son los que suelen tener menos enfrentamientos con ellas, excepto ante choques culturales.

En conclusión, de todas las estrategias presentadas podemos pensar lo mismo: ¿por qué en el sistema actual se exige tan poco a los alumnos y tanto a los profesores? Y es cierto que requieren un buen nivel de formación en cuestiones no académicas y casi un determinado perfil de personalidad, así como dedicarles tiempo, no sólo individual sino también colectivo. Tanto para organizar y evaluar programas de intervención como para reivindicar a nuestros superiores los recursos necesarios. Pero no sólo a nosotros ¡a todas las autoridades!

No es la única opción, pero la cuestión es si las alternativas serían más fáciles de llevar a cabo. Porque, en el contexto cultural actual, ni siquiera castigos más aversivos conseguirían sumisión, pero sí muchas críticas. Y una campaña publicitaria alabando la labor docente o el valor del esfuerzo no puede contrarrestar tantos mensajes televisivos contrarios.

Poder cuestionar a las autoridades, relativizar las normas y hacer de la rebeldía un valor nos pareció un gran logro social de la democracia, y tiene desde luego grandes ventajas. Pero también está claro que hacer frente a sus consecuencias, en los casos en los que somos nosotros los obligados a establecer esa autoridad, nos va a suponer tiempo, esfuerzo y mucha paciencia.

Visto en pdf en: http://www.mcep.es/notinovedad.html Página del Movimiento Cooperativo de Escuela Popular (MCEP)

¿CRISIS DE AUTORIDAD EN LAS AULAS?.

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